
Aquel joven soñador miraba su pueblo con satisfacción; después de décadas de carencias sociales, finalmente se extendía el progreso.
En breve el concreto, el vidrio, las modernas vías de comunicación y el comercio brillarían en las calles y de las otras comunidades. Ningún lugar quedaba sin un poste y su farola, ni el campo llano ni el monte. La promesa de una vida mejor se hacía realidad y el alumbrado en los espacios públicos así lo evidenciaba. El joven soñador se sentía privilegiado, podía ver la cara de los otros, aún después del atardecer con aquella luz artificial. Pasados los días del éxtasis de la modernidad, quiso volver a sus reflexiones. Miró el cielo buscando esa imagen que lo invitaba a preguntarse sobre el lugar del hombre en el universo, y lo que vio lo quebró por dentro. La concentración de luz artificial cegaba sus ojos de la negrura abismal, de la que emerge la vía láctea, las estrellas y las nebulosas: el gran espectáculo primigenio había desaparecido.
―¿¡Qué hemos hecho!? ―dijo.