
Vencida la aprensión que al principio nos produjo el licor de lagarto —el bicho, introducido en la botella como un feto retorcido y escamoso, tenía de color verde el alcohol —, mi compañero y yo bebimos varias tacitas de porcelana de aquel aguardiente que la camarera, con sonrisa oriental y sumisa, nos fue sirviendo durante el resto de la noche.
Éramos ya los últimos clientes del restaurante y nos invadía la euforia: brindamos por nuestra amistad eterna. Fue después que poco a poco languideció la conversación hasta acabar en un silencio de jugadores de ajedrez. Habíamos agotado la segunda botella, y la chica, junto al resto del servicio, nos observaba con creciente curiosidad, estudiándonos, sofocando la risa: tan fríos y serios como estábamos uno frente al otro.
Sólo recuerdo que, en algún momento impreciso de nuestra vigilante actitud, una mosca vino a posarse en medio del mantel blanco y que ambos, al unísono, la miramos con deseo.
Tomado del libro: Dos veces cuento, Antología de Microrrelatos.
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